El despertador sonaba por
segundo día en San Francisco. Enroscándonos en la manta cinco minutos más, se
hacía raro no tener que pensar en hacer maletas, cargar el coche o buscar
gasolineras. Por extraño que les pareciera a nuestros culos, hoy no íbamos a
meternos 400 millas
de carretera.
La niebla seguía pegada a
los tejados de la ciudad como un chicle a tu bamba nueva, pero queríamos ver el
Golden Gate. De hoy no podía pasar. Puede que llegáramos allí y encima nos encontrásemos un mar de nubes bajo
el puente, en una imagen de esas digna de póster. Como era una ruleta, nos la
jugamos: nos metimos en el coche y salimos hacia el Pacífico. Hasta que no nos plantáramos
frente al inmenso océano, ninguno de nosotros tendría la sensación de haber
completado Coast to Coast alguno.
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Parece que éstos tenían todavía más ganas que nosotros de llegar |
Murphy y su ley no nos perdonaron,
y al llegar al puente, la niebla era igual de densa que en el resto de la
ciudad. A ella había que sumar un viento incesante, que soplando desde el Pacífico
cargado de humedad, recordaba a días de otoño tardío en España. Los
chubasqueros y sudaderas se estaban quedando cortos… fenomenal.
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Me cago en Murphy... |
Primero paramos en el
Vista Point que hay nada más cruzar el puente. Aquí, un montículo al otro lado
de la carretera nos paraba el viento y la niebla daba una tregua permitiendo ver un tramo bastante largo del
Golden Gate. A pesar del follón que había, la presencia de este Mustang naranja
conservado con mimo hizo que la parada mereciera la pena. Y es que hasta este mirador
llegan todos los que se alquilan una bici en la ciudad, los que cruzan el
puente caminando o corriendo y los vagos como nosotros.
Luego nos volvimos a
subir al Durango y buscamos los miradores al otro lado de la autopista, que al
estar sobre el montículo que se ve a la derecha del puente, ofrecen una vista completa desde bastante altura. Hay que decir que dimos unas cuantas vueltas
extra a
la Golden Gate
National Recreation Area, y que acabamos en una especie de campamento Boy Scout en el
Rodeo Lagoon, pero finalmente dimos con ellos. La niebla tapaba la mitad del
puente, pero aún así, desde aquí uno sí que se hace una buena idea de las
dimensiones de este monstruo de acero.
Dedicamos las siguientes
horas a conocer zonas menos turísticas, a prestar nuestras ruedas y a despedirnos de nuestros anfitriones (una vez más:
gracias, chicos). Y vimos cómo funcionaba lo de la niebla aquí: en cuanto nos metimos dos o tres millas hacia el interior, el cielo lucía un espléndido azul californiano...
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Ahí estaba la muy perra, encima de la costa sin moverse un metro |
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Ya estábamos tardando en comernos un atasco californiano |
A media tarde volvimos a aparcar a nuestro barrio, después de dar cuatro o cinco vueltas a la manzana, que aquí la cosa no era
como en Texas…
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Ojo a lo bien aprendido que tienen lo de dejar el coche aparcado con las ruedas hacia el bordillo... como no lo hagas, igual cuando vuelvas tú coche está en el fondo de la bahía. |
Nos acercamos caminando hasta
la Coit Tower. Está en un alto y si subes a su parte alta, debe haber unas vistas cojonudas. Sin embargo, viendo los $7 por barba que nos querían cobrar y la niebla envolvía el mirador de arriba, nos quedamos a sus pies.
Seguimos a pata hacia el centro por Little Italy, a los pies de la pirámide Transamerica, que por primera
vez se nos mostraba completa.
Deambulamos sin rumbo un
rato largo, nos cruzamos con algún individuo del faranduleo casposo español, y tras un par de horas, el hambre empezó a aparecer. Decidimos acercarnos por Market
Street a la zona de la bahía, para ver la “estación” de ferries, y dejarnos
caer en alguno de los restaurantes (cerdos o no, daba igual) de la zona.
Nos parecieron todos
bastante caros para la economía del fondo gorilesco, que ya estaba con la luz
de reserva encendida, así que seguimos caminando dejando a la derecha todos los
Piers impares ordenados número por número. Por lo menos, siguen sin cobrar por
hacer fotos.
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Murphy nos daba una tregua de noche para ver entero el Bay Bridge |
Ya eran las 9 y no eran los precios prohibitivos lo que nos echaba, sino que ya empezaban
a cerrar todas las cocinas, decidimos apretar el paso y llegar al Pier 39,
donde nos habían dicho que el horario se estiraba media hora más. Terminamos
cenando sobre la campana, pero cojonudamente rico, picante y abundante en Mango’s
Taquería & Cantina. Y si no preguntádselo al señor Tuercas, que entró en un trance devorador de salsas, sudando como un pollo, mientras los otros tres le mirábamos como quien observa un orangután en el zoo.
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